dijous, 4 d’agost del 2016

El terror rojo en Cataluña IV - Gestas del vandalismo

por Antonio Pérez de Olaguer (carlista catalán)

GESTAS DEL VANDALISMO

La magnitud del desbordamiento soviético en Cataluña, la grandiosidad de la revolución roja, con sus terribles características elevadas al cubo, muestra ese desdichado pedazo de la tierra de España abrumado bajo el peso de las gestas vandálicas.

Si Cataluña pecó alguna vez, ha sido ya, lo escribe un español, un anticatalanista, terriblemente castigada. Sus hombres más representativos, los catalanistas, y aún muchos separatistas auténticos, están de vuelta de ese viaje trágico a donde les ha conducido una obcecación absurda. Ya habrán visto que no caben los términos medios. Ni las actitudes particularmente sinceras. Se han visto barridos por una ola de elementos internacionales, escoria del mundo, y Cataluña ha pasado a ser una colonia rusa. En honor a la verdad, un crecido tanto por ciento de los crímenes cometidos no se debe a españoles. Pero la responsabilidad de la llegada a España de esos elementos escapados de todas las penitenciarias, sí, corresponde a malos españoles. Mejor dicho, a unos cuantos malos españoles, vividores de la política, que pueden condensarse en dos seres nefastos: Azaña y Companys.

Cataluña ha pagado muy caras aquellas elecciones sentimentales en favor de sus presos. Grosso modo, en cifra muy general y desde luego muy pequeña, puede decirse que la tragedia, la bancarrota del regionalismo catalanista y del separatismo, ha costado a esa parte de España más de un billón de pesetas.

Además hay que sumar: en primer término, más de 50.000 asesinatos, en su mayoría de hombres de negocios, de inteligencias no mediocres. Ya no pueden dar su fruto. ¿Quién es capaz de calcular el perjuicio que ello ocasiona?

Luego, las fábricas. Rebasan la cifra de 2.000 las que funcionan sovietizadas, lo cual significa tanto como sin orden ni concierto. Las cuentas de los Bancos, controladas y exhaustas. El despilfarro de las cuentas corrientes se ha empleado en guerra y en jornales casi improductivos. Y la escasa producción lograda, ¿dónde la venderán?

Los bosques abandonados, sin cuidar. El regadío y el secano produciendo cosechas ridículas y aun de éstas se ha incautado el Gobierno de Cataluña en buena parte, a fin de que una minoría privilegiada, de bandidos y meretrices, viva opíparamenle. No se ha exportado ni un quintal. No se ha elaborado en serio producto alguno.

Total, la ruina, la miseria, la desolación, la muerte.

He aquí el fruto de la tiranía soviética elevada sobre las ruinas de un separatismo prehistórico y de un catalanismo expresión política de la parte más laboriosa y menos dotada de sentido político entre todas las que integran España.


l.— EL CASO PAR Y TUSQUETS

Alfonso Par y Tusquets (Barcelona, 1879-1936)

De todas las gestas vandálicas, de todos los atropellos inverosímiles, de todos los crímenes horrendos, el caso Par y Tusquets destaca de una manera indiscutible. Es un caso típico, sintomático, definitivo, que refleja, que dibuja, que retrata, como en ningún otro, el grado de audacia y de atrevimiento de una minoria inconsciente, de puro monstruosa.

Porque... Se ha asesinado a muchas personas, cierto. Pero el que más y el que menos ha sido sacrificado a un odio sectario, a una fobia antimilitarista. Par y Tusquets, no. Su sacrificio ha constituido algo al margen de las contiendas políticas, y aun de las venganzas personales tan frecuentes. Contra él no iba nada. Y sin embargo... Por desgracia, no es un caso único. Puede, sin embargo, servir de modelo, porque es el más característico.

¿Quién era don Alfonso Par y Tusquets? En Barcelona tenía una personalidad reconocida y respetada. Había sido concejal cuando Álvarez de la Campa fue alcalde. Pero precisamente por su actuación callada y fructífera no había trascendido su popularidad a la calle y desde luego no fue asesinado por su antigua significación política. Personalmente, era un santo. Solía pasar largas temporadas en Sardañola, donde recordaba, por su virtud y por su bondad, a un patriarca de los tiempos viejos. Ocho hijos tenía: Carlos, Guillermo, Sila, José, Mercedes, Alfonsito, Miguelín y Marta. ¡A la familia consagraba sus amores y sus desvelos! Y a la Literatura, también. Allá, en su rincón, había producido sus mejores estudios sobre el catalán antiguo. Jamás se le conoció enemigos, ni aún en el campo industrial o social, donde ocupaba, por su preparación y por su inteligencia, un puesto destacado.

Llegó la revolución en Cataluña. Las hordas sacrílegas, las tribus salvajes, peores que los invasores bárbaros o que los hijos de Atila, se adueñaron no sólo del arroyo, de donde procedían, sino de toda la ciudad. Criminales vulgares escapados de las cárceles, ocuparon los puestos más altos en la gobernación del país, bajo la pantalla grotesca de Companys y de sus cómplices. Y entonces...

Ya habían pasado los días primeros de alboroto y de bullicio y de crímenes callejeros. Era preciso reintegrarse al trabajo y reanudar la vida. Era preciso abrir las fábricas, aunque faltaran los patronos, los técnicos o sus dirigentes.

Un caso concreto. La falta de algodón había creado un conflicto inmediato. Sin materia prima no podían funcionar las fábricas de tejidos. ¿Cómo solucionarlo?

Y entonces se pensó en don Alfonso Par y Tusquets, ajeno al movimienlo, pacífico por naturaleza, alejado de la política y nada sospechoso. Y se le obligó a aceptar la presidencia del «Comité Algodonero», formado por elementos militantes, a partes iguales, en la CNT y en la UGT.

Par y Tusquets no tuvo más remedio que aceptar. Y, dentro de su conciencia y de su buena fe, se dispuso a trabajar. Inmediatamente surgió la primera y única controversia. La CNT propugnaba importar algodón para, con esta materia prima, poder abrir las fábricas de tejidos y evitar que los obreros se murieran de hambre.

La UGT, por el contrario, opinaba que no se debía comprar algodón, a fin de que los obreros no se reintegraran al trabajo y, acuciados por el hambre, se levantaran contra la sombra de Gobierno presidido por Companys y que resultaba ya demasiado pacifico y aburguesado.

Se procedió a una votación. Como las partes en discusión eran iguales exactamente, hubo empate, que solamente podía deshacer el voto del presidente, señor Par y Tusquets.

El dilema era claro, sencillo, indudable. Debía inclinarse por un lado o por otro en la seguridad plena de que el bando derrotado tomaría una represalia inmediata.

Par y Tusquets, perdido, angustiado, se inclinó por lo que su conciencia le dictaba. Y dijo, sencillamente:

—Que traigan algodón y así trabajarán todos...

Esta era la solución a favor de la CNT. Unas horas después, al salir de su casa, la UGT asesinaba a tiros a don Alfonso Par y Tusquets. La monstruosidad estaba cometida. Ocho hijos huérfanos y unos cuantos centenares de obreros sin trabajo.

Pero había ganado la CNT. Si ella hubiera perdido, ella misma hubiera sido la que hubiera matado a Par y Tusquets.

Lo positivo es que de una parte o de otra estaba irremisiblemente condenado a muerte, siendo inocente en todos los conceptos.

Indiscutiblemente, se trata de un caso típico, sintomático, definitivo, que refleja, que dibuja, que retrata, como pocos, la barbarie, la criminal inconsciencia, la audacia vandálica de esa absurda minoría soviética impuesta por el terror en una capital que tiene fama de inteligente. ¡Pobre Barcelona!


2.— LA INQUISICIÓN

Fotografía tomada de IndiWire

Gente sencilla, gente buena del pueblo, ¿habéis oído hablar alguna vez de la Inquisición?

¡En cuántas ocasiones, en libelos, en conferencias grotescas, en disquisiciones más o menos filosóficas, os habéis empapado de la crítica acerba, del ataque duro, de la protesta enojada, de la condena violenta del famoso Tribunal! ¡Con qué vivos colores os han pintado la hoguera crepitante y la víctima inmolada a la barbarie!

Pues bien... Aquellos que, sin un estudio serio de un tema tan dificil, han agotado los adjetivos gruesos, las frases fuertes, pulverizando, en nombre de la Humanidad, los discutidos procedimientos de tortura y de martirio, son los mismos, ¡oh, gran paradoja!, que se han apresurado a poner en práctica los supuestos martirios y las torturas de la famosa Inquisición, elevándolos al cubo.

Y esto en pleno siglo veinte... Escuchad...

El doctor José María Vives Salas es un médico forense. En Tarragona todos le conocen, porque en los momentos amargos de la derrota de la vida, él, en el cumplimiento de su deber y de su oficio —al certificar las defunciones— tiene siempre para la familia una frase de consuelo, tiene unas palabras de resignación y la caridad de unas oraciones emocionadas.

El doctor José María Vives es católico. Católico práctico, sin meterse en política, generoso, caritativo, afable. Es sobrino del canónigo Salas, el grande amigo de Vázquez de Mella. Tiene un hermano sacerdote. Toda su familia, dignísima, es modelo de virtud y de bondad. ¿Hacía falta algo más?

Es una noche del mes de agosto, el agosto rojo de Tarragona. Ha sonado, nervioso, apremiante, el timbre de la puerta.

—¿Quién es?
—Pronto... El médico... Un enfermo grave...

Y el doctor Vives va a salir. Pero su hija le detiene:

—Padre, que es muy tarde y te van a matar.
—¿A mí? ¿Y por qué? Si soy un hombre bueno...
—Por eso... Precisamente por eso...

Las llamadas, más vivas, son cada vez más inquietantes. El doctor Vives abre la puerta. Y sale.

Pero su hija —una magnífica silueta de mujer de temple— no se deja convencer. Y va a llamar al teléfono. Va a llamar a la policía.

Y cuando sus dedos vacilantes marcan los números del teléfono, se oye un alarido de angustia, de terror, de espanto.

La muchacha tiembla. Tiembla, porque ya es tarde. Tiembla, porque reconoce, transfigurada por la agonía, la voz de su padre. Se asoma al balcón. Allá abajo, junto a su casa, atado a un árbol ve a su padre.

Le rodea una muchedumbre satánica, babeando odio, escupiendo insultos, vomitando blasfemias. Rodean, como hordas salvajes, el cuerpo del médico. Lo han rociado con bencina, que vierten de las latas traídas de un garage. Le han prendido fuego.

Es un acontecimiento. Celebran el espectáculo. El fuego quema las ligaduras, y el doctor Vives se lanza, por la rambla de Tarragona, como una antorcha viviente.

Los vecinos de la ciudad mediterránea no olvidarán nunca, por tiempo que pase, por siglos que transcurran, los alaridos de aquel hombre bueno y mártir. Se transmitirá de padres a hijos, de generación en generación, como una enfermedad maldita.

Y allá en el hogar —el bello rostro desencajado por el terror— la hija contempla la tragedia del padre. ¿Qué tormento es mayor?

Gente sencilla, gente buena del pueblo, ¿recuerdas los horrores que te han contado de la Inquisición? ¡Cómo los repudiabas!

Pues piensa que aquéllos eran problemáticos, inciertos, muchas veces falsos. Y ahora han tenido lugar por los mismos que los maldecían, que los criticaban.

Piensa que la historia incierta del siglo XV, del siglo XVI, del siglo XVII, ha sido vencida por la historia auténtica de este siglo XX, de este vergonzoso siglo XX de la democracia, de la rectitud y de la libertad.


3.— EL DÍA DEL SANTO


Es en Tarrasa, el 24 de julio. Fiesta de Santa Cristina. Primeros días revolucionarios...

¿Quién no conoce en Tarrasa a Salvans, el fabricante? Hombre de negocios, es también hombre católico. Alejado de toda disciplina politica, se consagra por entero a su negocio. Y en sus ratos libres, en vez de buscar diversiones lícitas, se dedica por entero a hacer bien, de un modo especial a los obreros parados. Los obreros parados constituyen su obsesión. Para ellos son sus mejores ratos de ocio, estudiando en ellos, meticulosamente, posibles mejoras, nuevas organizaciones, soluciones prácticas. Su bolsa se abre pródiga para llenar la de aquel que no puede trabajar. Esa conducta le ha creado fama de hombre íntegro, austero, generoso. Un gran católico, en fin.

Salvans se reúne aquel día —día del santo de su esposa— con ésta y con su hijo Juan. No se trata de una fiesta grande, sino de una fiesta íntima, en el recogimiento del hogar. Una fiesta en que se celebra el haber salido con vida de los primeros días trágicos. Una fiesta en la que se brinda por que la lucha se acabe, por que los hermanos se reconcilien, por que la caridad brille y el arco iris de la paz se dibuje sobre los horizontes negros de la muerte y de la guerra.

Fiesta intima, en un hogar católico. Fiesta de tres personas que al sentir su vida, unidas, fuertemente unidas, se sienten un poco egoístas, muy felices. Hogar, dulce hogar, al que no llegan las teas incendiarias ni los insultos soeces.

Es la hora santa de la comida. La comida que empieza con la señal de la cruz y acaba con el convencimiento íntimo de que el año que viene sea la fiesta sin tantas inquietudes.

Y el marido dice:

—No he podido traerte el regalo de tu santo: ¡Está Barcelona tan revuelto! ¡Cualquiera va a una tienda!

Y la mujer sonríe:

—¡Qué mejor regalo que el de que tú hayas venido! Tú y mi hijo...

Y el hijo sonríe contento también y abraza a su madre. ¡Cuadro bienaventurado! ¿Quién pudo presumir aquello?

Y aquello fueron tres bocinazos espaciados y trágicos. Las señales de los cornunistas, que son como las campanas funerarias que tocan en vida a muerto.

Y es a los postres cuando interrumpen en la estancia los sabuesos de la CNT. No preguntan, no interrogan. Y padre e hijo se alejan entre fusiles ante el estupor de la madre, ante el pavor de la esposa. Los seres queridísimos le son arrebatados en el momento mismo en que ella celebra la fiesta de su santo.

Con un dolor sin limite les ve alejarse, les ve partir hacia la muerte. Y con el estupor de la locura pintada en el rostro, la mujer solloza:

—He aquí el regalo de mi santo...

Allá, a lo lejos, suena una descarga cerrada, inconfundible, que abre las puertas del Cielo a dos nuevos mártires. Es la fiesta de Santa Cristina. Es el día del santo...



4.— UN CAMBIO

Milicianos de la FAI en un control de circulación en las calles de Barcelona

Marcelino Nadal, de Badalona, era lo que se dice un buen hombre. Tenía unos cincuenta años y un temperamento dulce y pacifico. En su juventud entró de Hermano coadjutor en la Compañía de Jesús. Pero poco tiempo después salió de ella por no tener vocación absoluta. No quiere esto decir que hubiera desertado del puesto de honor de los grandes hombres católicos. Antes todo lo contrario. De nuevo en su antiguo estado edificaba a todos por su bondad y por su rectitud. Vivía con su hermano, casado y con diez hijos del matrimonio.

Fue un día de agosto. De ese agosto de 1936, trágico en toda España. Marcelino Nadal leía sentado junto a la ventana de su cuarto. De vez en cuando su vista se apartaba del libro y se clavaba en el techo, adivinándose en su rostro, generalmente impasible, una grave preocupación. Él no temía por sí mismo. Hombre de fe, de principios sólidos y de energía simple y fuerte, no temía por su vida. Pero le preocupaba la de su hermano, que sabía era perseguido. Su hermano con su mujer, con sus diez hijos, con su colocación que traía el pan a tantas bocas.

¿Por qué aquella tarde de agosto la preocupación era más profunda, más apremiante, más sincera? ¿Tenía, acaso, un presentimiento?

De pronto, afuera, sonaron los tres bocinazos prolongados y fúnebres. Era un auto de la FAI. Se avecinaba un desenlace rápido, fulminante, terrible. Era preciso conservar la serenidad. Los asesinos estaban a la vista. Venían a reclamar su presa. Venían a dejar huérfanas a diez criaturas, viuda a una mujer buena y generosa. No había entrañas. No había corazón.

Pero Marcelino Nadal no vaciló un momento. Con esa serenidad suya, con esa tranquilidad propia de los temperamentos dulces y bondadosos, dijo sencillamente:

—Mi hermano está fuera. No lo encontraréis. Además, vosotros buscáis una víctima. No es preciso que sea él. Él tiene mujer, tiene diez hijos a los que dejaréis en la miseria más espantosa. Yo soy soltero. Yo soy muy católico. Fijaos bien: he sido jesuita. ¿No soy mejor presa? Vuestros apetitos serán satisfechos. Vuestra venganza será consumada; mi hermano sentirá más mi muerte que la suya propia, que es un segundo de sufrimiento. ¿Todavía vaciláis?

Las razones eran claras, precisas, irrebatibles. Se trataba de un cambio. Un cambio ventajosísimo, en verdad. ¿Podía dudarse aún?

Y no dudaron. Y en vez del hermano se llevaron a Marcelino Nadal. Se lo llevaron, y su figura de hombre bondadoso, tímido, apocado, se paseó por la ciudad ebria de crímenes. ¿Quién, al verle en el fondo del coche, insignificante, vencido, humillado, veía en él un hombre de una categoría semejante?

Y allá en la montaña, entre los pinos, teniendo por mudo testigo el campo impasible, Marcelino Nadal recibió la visita de la muerte. La muerte que, enamorada de su sencillez y de su valor y de su bondad, quiso ceñirle la corona del martirio sobre sus sienes abiertas al sacrificio generoso. Fue una descarga cerrada. Una descarga única y decisiva.

Allá, en un hogar humilde, ignorante aún de la hazaña consumada, un padre recibía los besos de sus hijos y de su esposa, contentos de haber vivido un día más y mirando con firmeza el porvenir.

Y allá, en la soledad de un bosque, un hombre recibía el beso frío de la muerte con la que sellaba aquellos otros besos felices en los que triunfaba la vida y la felicidad de un hogar. Se trataba de un cambio. Solamente de un cambio. Algo muy sencillo, muy trivial.


5.— DANIEL DE FERRETER

Emblema de la antigua Agrupación Escolar Tradicionalista

Barcelona, 21 de julio. Ha pasado el momento viril, fuerte, heroico de la sublevación militar. La traición, la más negra e infame traición de unos hombres de mando, ha originado el fracaso relativamente rápido del movimiento salvador en Barcelona.

Barcelona está de luto. La muerte ha entrado en muchos hogares. Y además, la inepcia, la debilidad, la estupidez de los vencedores hace posible la anarquía y el caos.

Arden las iglesias de Barcelona. Se asesina ya a sangre fría a los militares, a los requetés, a los curas, a los fascistas...

Y allá, en una clínica humilde, se desangra, muere tal vez, un muchacho joven, decidido, simpático, rebosante de ideal y de fe. Se llama Luis de Ferreter. Le ha alcanzado la metralla de una de las bombas lanzadas sobre el cuartel de Artillería, donde cumplía dignamente su deber de español. Y ahora... Va a morir quizá, y como católico —católico serio, firme en sus convicciones profundas— siente que un sacerdote no le prepare en estos momentos solemnes.

De pronto... La puerta de la clínica se ha abierto. En su dintel se ha recortado la silueta elegante de un muchacho apuesto. Un buen mozo. Estatura regular, fuerte, bien proporcionado, tiene unos cabellos rubios, unos ojos castaños y una sonrisa dulce. Todo él emana una simpatía comunicativa. Además, tiene el valor seco, el valor sereno, el valor sublime de los hombres de temple que no lo parecen, que no lo demuestran. Y este muchacho ha dicho sencillamente:

—Te traigo, Luis, un confesor...

Esto, en otros momentos, no hubiera tenido nada de particular. Pero es el 21 de julio, cuando las iglesias arden, cuando se mata a los curas, cuando las hordas persiguen a todos los católicos, y este acto sencillo encierra ahora raíces de gestas. Sólo puede hacerlo un hombre, un héroe.

Este bravo, este hombre, se llama Daniel de Ferreter Ducay. Daniel de Ferreter y Ducay, primo del Alférez herido, tiene 19 años magníficos y es secretario de la Agrupación Escolar Tradicionalista de Barcelona. Ahora todo se comprende ya un poco...

***

Barcelona, 26 de julio. Juan de Ferreter, padre de Daniel, tío de Luis, el Alférez herido, Comandante retirado por la ley de Azaña, ha sido detenido. La familia, consternada, le ha visto salir entre fusiles. Y un mundo de presentimientos trágicos se ha enseñoreado de aquel hogar apacible.

Movimiento. Visitas. Influencias. Resortes. Y luego de dos días de prisión, luego de coquetear frívolamente con la muerte cierta, Juan de Ferreter, contra la voluntad de la horda criminal de la P.O.U.M., es dejado en libertad.

Pero la banda de la P.O.U.M. no perdona. Y ya que no al padre, busca, entre lo más sagrado y lo más querido, otra víctima.

***

Barcelona, 28 de julio. Son las seis de la tarde, de una tarde cálida de verano en la que las luces granas del crepúsculo tiñen de rojo el azul purísimo del cielo, como si trazaran un marco adecuado a la situación dramática y terrible.

Daniel de Ferreter Ducay, bien plantado, buen mozo, guapo y, sobre todo, dulce y bueno, espera con la natural impaciencia la llegada de su padre.

De pronto... Un registro... Un registro bárbaro por las hordas salvajes de la P.O.U.M. Sereno, magnífico, sublime, Daniel de Ferreter lo presencia, sin una bravata, sin una claudicación tampoco, con temple, firme, sereno, seguro de sí mismo.

Daniel de Ferreter tiene con él a su hermano mayor. Uno de la banda le da de lado y le dice:

—Contra ti no hay nada, porque tú no te metes en política. Es tu hermano, el carlista...

Daniel de Ferreter comprende que su situación se agrava por momentos. Y sonríe. Con esa sonrisa dulce de su carácter tranquilo y bondadoso. Con esa sonrisa alegre del que no teme al martirio ni a la muerte. Con esa sonrisa, en fin, de los predestinados, y espera...

Espera hasta que surja la prueba grande que le ate, que le rinda, que le condene. Y la prueba ha surgido ya.

—¿Qué es esto? ¡Una conferencia del Padre Laburu! ¡dedicada a ti! ¿Para qué buscar más?

El P. Laburu en una conferencia (marzo de 1934)

Y el sicario muestra, con saña regocijada, un librito sencillo en el cual el famoso predicador jesuita ha estampado su firma con un elogio del muchachito humilde y bueno.

Poco tiempo más. Y Daniel de Ferreter es sacado de su hogar. Aún tiene palabras de consuelo y de entereza:

—No os preocupéis... No he hecho nada malo y por lo tanto no pueden hacerme nada...

Son las siete de la tarde. Contento con su libertad, el padre de Daniel llega a su casa a estrechar entre sus brazos a todos los suyos. ¡Horror! El hijo querídisimo ya no está allí. Se lo han llevado. Y el padre comprende que esta vez no hay perdón. Y la venganza cierra su garra canalla sobre la víctima inocente y santa.

***

Barcelona, 29 de julio. Atado a un árbol de un bosque de Moncada, se encuentra el cadáver de Daniel. Tiene los ojos azules un poco entornados y su boca se pliega en una sonrisa bondadosa, mientras su rostro delata un dolor grande.

Daniel de Ferreter tiene un tiro en una pierna. Y sus muñecas presentan las venas cortadas por las que, generosa, pródiga, fertilizadora, se le ha escapado su vida llena de ideal. Se calcula que la muerte, por desangre lento, tardó en producirse media hora.

La Agrupación Escolar Tradicionalista de Barcelona está de luto y de gozo. Está de luto, porque ha perdido a su Secretario, todo celo, todo diligencia, todo actividad... Está de gozo, porque la Agrupación Escolar Tradicionalista tiene un mártir. Un mártir religioso que muere por la Fe y un mártir de la Patria que muere por ella en un derroche pródigo de bondad.


6.— LOS MASIP

Ulldemolins

Los conocían por los Masip de Ulldemolins. Eran padre e hijo. El padre, alcalde carlista varias veces, hombre de extrema derecha, activo, inteligente, cordial, generoso, caritativo. Era un caballero del campo. Su hijo no estaba afiliado a ningún partido político. Como hijo de buen carlista, babia bebido en la cuna, en primer término, el amor a la religión católica, el amor a Dios. Y había dedicado todas sus actividades a Acción Católica.

El 6 de octubre [de 1934] tristemente famoso, los Masip, padre e hijo, habían sido detenidos, habían sido juzgados por el Comité revolucionario, y habían sido condenados a muerte. Pero llegó a tiempo el fracaso rápido, grotesco, de aquel movimiento criminal, y los Masip, padre e hijo, fueron puestos en libertad.

Para otros hombres, el susto, la muerte que vieron tan cerca, las contrariedades, las vejaciones y los sufrimientos pasados, hubieran sido suficientes para hacerlos claudicar de sus convicciones. Pero no. Ellos, firmes en sus puestos, continuaron laborando cada cual dentro de sus ideales.

Y llegó el 17 de julio [de 1936]. Los Masip, padre e hijo, vivían en Tarragona. Fueron a buscarles, para detenerles. Se los llevaron. Pero no a la prisión, sino a la muerte. Esta vez, ni previo juicio. Por capricho. Por gusto. Por bajo y cobarde espíritu de venganza.

Los llevaron de Tarragona, capital, al pueblecito de su provincia, llamado de Marsá, cerca del de Falset. Allá en lugares diversos, al uno y al otro extremo de un monte, les hicieron varios disparos, que no eran de muerte inmediata. Y los abandonaron, para que se desangraran. Ocurrió a las siete de la tarde, cuando el sol se hundía lentamente, bajo las montañas grises, en las que los viñedos ponían la nota alegre, de un verde vivo.

Cuando el sol, al día siguiente, apareció de nuevo, y sus rayos primeros iluminaron el campo, sorprendió una escena fuerte, de una emoción única. Los Masip, padre e hijo, habían sido acribillados a tiros en lugares diversos. Ya lo hemos dicho. Y los dos, heridos de muerte, habían gateado, arrastrándose, monte arriba, hasta coronar su cúspide. Y los dos agonizando, se habían encontrado, maravillosamente, en la cima. Y el sol los había descubierto exámines, muertos, fríos ya, abrazados estrechamente, el uno al otro...

Así, unidos en el último abrazo, los Masip, padre e hijo, debieron entrar, triunfantes, en el Cielo...

El Terror Rojo en Cataluña (Antonio Pérez de Olaguer, 1937)

I - Pórtico
II - Horda sacrílega
III - La fobia antimilitarista
IV - Gestas del vandalismo

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